Krishnamurti: el generoso puente hacia la espiritualidad de Oriente /

 

Krishnamurti: el generoso puente hacia la espiritualidad de Oriente

Una de las historias más misteriosas (en varios sentidos) de la mitología griega es aquella en la que se cuenta, pero parcamente, el peregrinaje de Dionisio a India, al parecer seguido de sus ménades, una fiesta ambulante de la cual, sin embargo, el dios retornó contagiado del misticismo de Oriente ―aunque, de nuevo, poco se dice al respecto.

Esta leyenda ejemplifica cómo, desde tiempos remotos, ambos territorios del mundo han adolecido de cierta lejanía al parecer insalvable. En el caso de la filosofía griega y la influencia que recibió de las doctrinas del hinduismo, resalta la notable disparidad en la edad de cada una: cuando los griegos comenzaron a preguntarse sobre la naturaleza de la realidad, sobre si existía o no el movimiento, sobre los elementos que daban sustento al mundo, los brahmanes llevaban ya cientos de años recitando la sabiduría ancestral de los Vedas.

Sin embargo, como en el vagabundeo de Dionisio, esto no significa que ambos modelos de pensamiento, esos que no sin comodidad y aun simpleza calificamos como de Oriente y de Occidente, hayan tenido encuentros ocasionales y afortunadamente fructíferos. Uno de ellos, gracias a la labor de Jiddu Krishnamurti.

Nacido en 1895 en Madanapalle, una pequeña ciudad en el sureste de India, Krishnamurti estuvo desde su juventud relacionado con la espiritualidad de su época, sobre todo a causa del tutelaje que ejerció Charles Webster Leadbeater, un preeminente miembro de la Sociedad Teosófica que “descubrió” a Krishnamurti cuando este tenía 14 años, convencido de que el joven estaba destinado a convertirse en “recipiente” del concepto (y aun la misión) de “Maestro del Mundo”. Con este propósito, además de iniciarlo en la espiritualidad que profesaba y fijarle un régimen que incluía sesiones de yoga, meditación y aprendizaje de las reglas propias de la sociedad británica, Leadbeater también convirtió a Krishnamurti en un gran orador.

Con el tiempo, sin embargo, como inevitablemente sucede con la relación maestro-discípulo, Krishnamurti se alejó tanto de Leadbeater como de la teosofía y comenzó a formar y exponer su propio pensamiento, libre de las ideas y conceptos en los que había sido formado e incluso rechazando todo tipo de creencia organizada, así como la noción de gurú al que debe seguirse y obedecerse. Hacia finales de la década de 1920, Krishnamurti rompió con la Orden Teosófica e inició su propio camino.

A partir de entonces recorrió el mundo bajo la égida de “las enseñanzas”. No sus enseñanzas, sino las enseñanzas, puesto que en cierta forma se trataba de una suma de preceptos que son herencia común de todas las tradiciones: la importancia del conocimiento como la principal herramienta para ser y estar en el mundo, los efectos negativos del miedo y el placer, la meditación como el ejercicio de la atención presente, el amor a la verdad, el cuidado del cuerpo, la libertad auténtica como faro de nuestras acciones cotidianas y otras ideas elementales que, aunque imbuidas por momentos de la retórica budista e hindú, no por ello son menos universales.

Al viajar por Europa y por América Latina, al encontrarse con personajes como Aldous Huxley y David Bohm, Krishnamurti construyó paulatina y disciplinadamente un generoso puente por el cual el pensamiento occidental pudo comunicarse ―una vez más―, con la venerable sabiduría oriental.

Acaso para descubrir que, en esencia, ambas son solo dos expresiones distintas de una misma búsqueda existencial.